Después
del triunfo incontestable del dogma de la austeridad presupuestaria,
tras la crisis económica de 2008, de
la noche a la mañana se ha erigido un amplio acuerdo sobre la
urgente necesidad de que sean los poderes públicos los que ejerzan
ahora de motor de la reactivación económica.
Este hecho, de una importancia de época por sí solo, rompe algunos
de los candados que habían echado el cierre a la disputa del sentido
común que se dio tras el colapso financiero.
Las
líneas rojas de antaño, presentadas como infranqueables, ahora se
sobrepasan sin mayores sobresaltos. El desplome de los ingresos
públicos -provocado por la paralización de una parte importante de
la actividad económica- y las medidas de emergencia adoptadas por el
Gobierno para enfrentar las consecuencias más graves e inmediatas de
la pandemia han sido responsables de un rápido
aumento en los marcadores de déficit y deuda públicos.
En este contexto de excepcionalmente, la Comisión Europea ha
decidido suspender la obligación de cumplir el Pacto por la
Estabilidad y el Crecimiento, ampliándose de esta manera el margen
de actuación de los gobiernos.
Contenido,
al menos por el momento, el rápido avance de la enfermedad,ahora
toca “reconstruir” (utilizando el término al uso) una economía
gravemente dañada.
Existe un denominador común en defender que en el centro de la
agenda política tiene que estar el gasto público, que en estos
meses ha aumentado con rapidez. Casi nadie defiende, al menos en un
horizonte cercano, el retorno a la camisa de fuerza de la austeridad
fiscal; si bien ya se escuchan voces -por ejemplo, los informes
recientes del Banco de España y del Fondo Monetario Internacional-
que advierten de que, más adelante, el creciente “desorden en las
finanzas públicas” deberá ser corregido; mensajes que ponen de
manifiesto que las políticas de ajuste presupuestario están muy
presentes en el pensamiento conservador.
Las
finanzas públicas están en el centro de la agenda política,
catalizando buena parte del debate y de las tomas de posición de los
actores en liza. Miran en dirección al Estado -y también a las
instituciones comunitarias- pidiendo la aplicación
de políticas de signo marcadamente expansivo que
permitan enfrentar una crisis económica y social de proporciones
históricas, que, a pesar de los cantos de sirena sobre una cercana
recuperación, se prolongará en el tiempo y tendrá, ya está
teniendo, efectos devastadores. Qué lejos en la memoria -que no en
el tiempo- queda la obsesión austeritaria. Cuando
el centro de las políticas económicas y la quintaesencia del buen
gobierno eran la contención y reducción del déficit y la deuda
públicos;
cuando las instituciones comunitarias vigilaban y penalizaban a los
gobiernos díscolos, especialmente a los del Sur; cuando los partidos
del establishment -tanto de izquierda como de derecha- aceptaban, sin
mayores problemas, la lógica del ajuste presupuestario permanente,
atribuyendo al mismo todo tipo de efectos beneficiosos.
La
cuestión clave, la piedra de toque de un gobierno verdaderamente
progresista, reside en exigir a los de arriba que contribuyan, en
proporción a su riqueza y a sus beneficios, al esfuerzo
presupuestario necesario para superar la recesión y sentar las bases
de una nueva economía basada en la equidad y la sostenibilidad.
El
viraje hacia la intervención pública expansiva reabre (o debería
reabrir) la ventana política de oportunidad para introducir
planteamientos, en términos de economía política, radicalmente
distintos a los hegemónicos en la última década. Como decíamos
antes, si ahora casi nadie niega la pertinencia de renunciar a la
austeridad en el gasto público, el
parteaguas de esta historia ha de situarse en torno al quién ha de
aportar los recursos fiscales que el Estado necesita.
Y en esta historia, las fuerzas progresistas deben tener un papel
decisivo.
Renunciar
a situar este asunto en el eje del debate y de la acción política
nos hace más débiles; además, se traslada a la ciudadanía el
mensaje equivocado, el de que se puede superar la crisis sin
redistribuir. Cuando, precisamente, esta es la clave; cuando, en
realidad, ya se está operando esa redistribución, pero hacia
arriba: los
ricos cada vez más ricos, y el trabajador cada día más pobre.
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