viernes, 17 de julio de 2020

Nueva Realidad

Después del triunfo incontestable del dogma de la austeridad presupuestaria, tras la crisis económica de 2008, de la noche a la mañana se ha erigido un amplio acuerdo sobre la urgente necesidad de que sean los poderes públicos los que ejerzan ahora de motor de la reactivación económica. Este hecho, de una importancia de época por sí solo, rompe algunos de los candados que habían echado el cierre a la disputa del sentido común que se dio tras el colapso financiero. Las líneas rojas de antaño, presentadas como infranqueables, ahora se sobrepasan sin mayores sobresaltos. El desplome de los ingresos públicos -provocado por la paralización de una parte importante de la actividad económica- y las medidas de emergencia adoptadas por el Gobierno para enfrentar las consecuencias más graves e inmediatas de la pandemia han sido responsables de un rápido aumento en los marcadores de déficit y deuda públicos. En este contexto de excepcionalmente, la Comisión Europea ha decidido suspender la obligación de cumplir el Pacto por la Estabilidad y el Crecimiento, ampliándose de esta manera el margen de actuación de los gobiernos.
Contenido, al menos por el momento, el rápido avance de la enfermedad,ahora toca “reconstruir” (utilizando el término al uso) una economía gravemente dañada. Existe un denominador común en defender que en el centro de la agenda política tiene que estar el gasto público, que en estos meses ha aumentado con rapidez. Casi nadie defiende, al menos en un horizonte cercano, el retorno a la camisa de fuerza de la austeridad fiscal; si bien ya se escuchan voces -por ejemplo, los informes recientes del Banco de España y del Fondo Monetario Internacional- que advierten de que, más adelante, el creciente “desorden en las finanzas públicas” deberá ser corregido; mensajes que ponen de manifiesto que las políticas de ajuste presupuestario están muy presentes en el pensamiento conservador.
Las finanzas públicas están en el centro de la agenda política, catalizando buena parte del debate y de las tomas de posición de los actores en liza. Miran en dirección al Estado -y también a las instituciones comunitarias- pidiendo la aplicación de políticas de signo marcadamente expansivo que permitan enfrentar una crisis económica y social de proporciones históricas, que, a pesar de los cantos de sirena sobre una cercana recuperación, se prolongará en el tiempo y tendrá, ya está teniendo, efectos devastadores. Qué lejos en la memoria -que no en el tiempo- queda la obsesión austeritaria. Cuando el centro de las políticas económicas y la quintaesencia del buen gobierno eran la contención y reducción del déficit y la deuda públicos; cuando las instituciones comunitarias vigilaban y penalizaban a los gobiernos díscolos, especialmente a los del Sur; cuando los partidos del establishment -tanto de izquierda como de derecha- aceptaban, sin mayores problemas, la lógica del ajuste presupuestario permanente, atribuyendo al mismo todo tipo de efectos beneficiosos.
La cuestión clave, la piedra de toque de un gobierno verdaderamente progresista, reside en exigir a los de arriba que contribuyan, en proporción a su riqueza y a sus beneficios, al esfuerzo presupuestario necesario para superar la recesión y sentar las bases de una nueva economía basada en la equidad y la sostenibilidad.
El viraje hacia la intervención pública expansiva reabre (o debería reabrir) la ventana política de oportunidad para introducir planteamientos, en términos de economía política, radicalmente distintos a los hegemónicos en la última década. Como decíamos antes, si ahora casi nadie niega la pertinencia de renunciar a la austeridad en el gasto público, el parteaguas de esta historia ha de situarse en torno al quién ha de aportar los recursos fiscales que el Estado necesita. Y en esta historia, las fuerzas progresistas deben tener un papel decisivo.
Renunciar a situar este asunto en el eje del debate y de la acción política nos hace más débiles; además, se traslada a la ciudadanía el mensaje equivocado, el de que se puede superar la crisis sin redistribuir. Cuando, precisamente, esta es la clave; cuando, en realidad, ya se está operando esa redistribución, pero hacia arriba: los ricos cada vez más ricos, y el trabajador cada día más pobre.

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