Basta con haber
nacido y vivido en una zona rural, y tener ojos, para darse cuenta de que la
“España vaciada y vacía” ha sido dejada de la mano de Dios: el tradicional
sector primario (la agricultura, la ganadería y la extracción de materias
primas) ha sido abandonado a su suerte y se ha ido degradando, sin que se haya
creado un tejido económico alternativo y/o complementario en el sector
secundario (industria) y terciario (servicios). Y la consecuencia lógica de
esto ha sido el éxodo rural, que ha empobrecido demográficamente a la mayor
parte del territorio nacional. Ahora bien, esto no ha sido producto de un
proceso natural e inevitable, sino provocado por la mano del hombre y, en
concreto, por las sucesivas castas políticas en cuyas manos hemos depositado la
gestión de la “res publica”, de nuestro futuro y de nuestro bienestar. Éstas
son las que han propiciado un desarrollo industrial y económico desigual,
partidista e injusto de las distintas regiones de España.
Desde principios del
siglo XX, las tierras de España han sido víctimas de una emigración continua
que, con el paso de los años, ha ido vaciando demográficamente zonas enteras de
su territorio. En los albores del siglo XX, la emigración se dirigió hacia América
Latina. Luego, en los años 50, 60 y 70 se produjo una nueva emigración, tanto
exterior (hacia los países europeos) como interior (del centro de la península
hacia las zonas costeras, así como hacia Madrid y las capitales de provincia).
De esta forma se fue forjando, despacio pero sin pausa, lo que algunos llaman
hoy la “España vaciada”; otros, la “España vacía”; y otros, la “España vaciada
y vacía”.
Si observamos la
imagen nocturna de España desde un satélite, podremos constar la existencia
nítida de dos Españas. Por un lado, la “España llena”: la España urbana,
localizada en la periferia de la península y en algunas zonas del interior
(Madrid, Zaragoza, Valladolid), que ocupa el 30% del territorio con el 90% de
la población. Y, por el otro, la “España vaciada y vacía”: la rural, ocupando el 70% del territorio y sólo con el
10% de la población. A pesar de que la población de España, según el INE, haya
alcanzado su máximo histórico, superando los 47,1 millones de habitantes (junio
de 2019), la distribución de la misma ha agrandado la distancia entre estas dos
Españas.
En efecto, de los
8.124 municipios que hay en España, más de la mitad (4.979) tienen menos de
1.000 habitantes. Y de éstos, la gran mayoría (3.972) tienen entre 100 y 500
vecinos. Ahora bien, según los demógrafos, si para los municipios con menos de
1.000 habitantes el futuro es preocupante, para los que tienen menos de 500, el
riesgo de desaparición es evidente; y con menos de 100, se podría decir que “alea
jacta est” y que la muerte es inminente. La amenaza de este desierto
demográfico se aprecia también si tomamos en consideración la media de densidad
de la población española.
De injusticias y de
agravios entre las regiones españolas. Además, han provocado una emigración
forzosa, que siempre es dolorosa, y una serie de problemas colaterales, de muy
difícil solución. Digamos que hablo, por un lado, de la superpoblación de una
pequeña parte del territorio, donde se asientan mega ciudades o zonas
metropolitanas de muy difícil gestión o incluso inviables desde el punto de
vista social, ecológico y ambiental. Pensemos en los problemas de movilidad o
en la contaminación galopante, por ejemplo, de Madrid y Barcelona. Pensemos en
los problemas de comunicación entre los ciudadanos, en el individualismo, en la
soledad de sus habitantes, que desembocan inevitablemente en problemas
psicológicos.
Ahora bien, ante la
grave situación demográfica de la “España vaciada y vacía” y ante los
indeseables efectos colaterales apuntados, parece necesario un pacto de Estado
y un plan de choque para descentralizar la actividad económica y fomentar la
implantación de industrias que activen la economía en la “España vaciada y
vacía”. Sólo así se podrá revertir la situación demográfica y garantizar la
calidad de vida y las oportunidades de todos los españoles.
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